La nueva misión de los soldados: que se cumplan las cuarentenas en el mundo
A medida que se llega a un consenso mundial en torno a la necesidad de imponer cuarentena y distanciamiento social para luchar contra el coronavirus, ha surgido una cuestión más delicada: ¿cómo implementar las nuevas reglas?
En cada región, sin importar el sistema político, los gobiernos están recurriendo a medidas cada vez más estrictas y desplegando sus fuerzas armadas para respaldarlas. Países tan diferentes como China, Jordania, El Salvador e Italia han enviado a miembros del servicio activo a las calles. Guatemala ha detenido a más de 1,000 personas. En Perú, las personas que no respetan las restricciones gubernamentales pueden recibir una sentencia de hasta tres años en prisión. En Arabia Saudita son cinco años.
Desde la Segunda Guerra Mundial no se veía a tantas naciones instrumentando estados de emergencia e imponiendo cambios fundamentales y repentinos en el comportamiento humano.
El despliegue de tropas es una medida alarmante, pero a menudo eficaz para mantener a la gente dentro de sus casas; sin embargo, su efecto podría extenderse mucho más allá del final de la crisis del coronavirus, pues los países deben decidir cuándo -y si es posible- ceder los poderes en respuesta a una pandemia mundial.
En Líbano, Chile y Hong Kong, asediados durante meses por las protestas, el temor al coronavirus ha permitido al Estado prohibir las reuniones públicas sin violar abiertamente las libertades civiles. En varios países, los líderes han usado la crisis de salud pública parar suprimir la libertad de expresión y otras garantías constitucionales.
“Es muy sencillo aumentar este tipo de poderes y muy difícil reducirlos”, declaró Juliette Kayyem, quien fue subsecretaria de Seguridad Nacional en el gobierno del expresidente de Estados Unidos, Barack Obama. “Una vez que se percibe a los militares como solución a un problema de salud pública, es difícil destituirlos.”
Estados Unidos, país donde las tropas se han limitado a tareas como desinfectar espacios público, se perfila como una excepción cada vez más imponente, rehusándose a usarlas para respaldar las nuevas restricciones de salud pública.
“Ningún primer ministro desea decretar medidas como esta”, afirmó Boris Johnson, primer ministro de Inglaterra. El 23 de marzo, dijo que las personas que ignoren el confinamiento nacional serán multadas.
“Estamos en guerra”, declaró Emmanuel Macron, presidente de Francia, quien desplegó a 100,000 oficiales de policía.
El presidente senegalés Macky Sall ordenó a “las fuerzas de defensa y seguridad que estén listas para la implementación inmediata y estricta de las medidas decretadas en todo el territorio nacional”.
Estos líderes recurren a la complicada historia de la reacción de las fuerzas de seguridad ante las pandemias. Mientras la Gran Bretaña del siglo XVII luchaba contra la peste bubónica, impuso cuarentenas selectivas a algunos de los sectores demográficos más vulnerables, perpetuando profundas divisiones de clase.
La pandemia de influenza de 1918 inició en los campamentos del ejército estadounidense. En lugar de contener el virus, las tropas desplegadas ayudaron a propagarlo. Esa fue la última vez que el gobierno federal de Estados Unidos impuso una cuarentena a gran escala.
Durante el brote del ébola de 2014, el ejército liberiano estableció un cordón sanitario alrededor del barrio marginal de West Point en Monrovia, considerado el epicentro del brote. Varios residentes murieron por heridas de bala en enfrentamientos con los soldados. Muchos otros se escaparon por los puestos de control sin que los detectaran. Al final abandonaron la estrategia.
En estos días, mientras algunos países amenazan con detener y encarcelar a quienes ignoren las cuarentenas, los expertos en salud pública han expresado su preocupación por el riesgo que implica obligar a más personas a permanecer en lugares cerrados, un castigo irónico y potencialmente mortal. Esta misma semana, en El Salvador y Guatemala, circularon fotografías de agentes de la policía arrestando y subiendo en camionetas a personas acusadas de no respetar el aislamiento domiciliario. Los agentes y los detenidos aparecían amontonados con un distanciamiento casi nulo.
“Cuando la gente toma a la ligera los lineamientos de salud pública, los militares añaden seriedad”, comentó Sarah Parkinson, profesora adjunta de relaciones internacionales y ciencias políticas en la Universidad Johns Hopkins. “Pero al arrestar y encarcelar a cientos de personas, existe también un enorme riesgo de salud pública”.
En algunas comunidades que están en plena guerra, la idea de que los soldados se involucren en otro aspecto de su vida cotidiana es inquietante
“Es posible que todo termine con más muertos y heridos por la brutalidad militar que por el temido coronavirus”, dijo Ibrahim Sadiq, gerente de 33 años de una proveedora de harina ubicada en la ciudad nigeriana de Maiduguri. La ciudad ha sido blanco del grupo islamista militante Boko Haram durante más de una década, y los residentes han sufrido abusos de derechos humanos por parte del ejército que están bien documentados. Pero si el virus se propaga en Nigeria, las autoridades han dicho que el despliegue del ejército es una opción que está “sobre la mesa”.
Según las autoridades de Ruanda, esta semana la policía disparó y mató a dos jóvenes que ignoraron las órdenes de confinamiento.
Como las cuarentenas se extienden a semanas o meses, la función que tendrán las fuerzas de seguridad no es clara. ¿Los soldados continuarán imponiendo las disposiciones formuladas por el liderazgo civil? ¿O su cargo cambiará?
En algunas partes del mundo, las autoridades militares han comenzado no solo a implementar las normas de salud pública sino a crearlas. En Ecuador, el país con la mayor incidencia per cápita de COVID-19 en toda América Latina, la provincia de Guayas fue declarada “zona de seguridad nacional” por las graves afectaciones.
“La planificación operativa está en manos de las Fuerzas Armadas”, comentó esta semana la ministra del Interior, María Paula Romo, al diario La Hora.
Estas decisiones no son atípicas, explicó Adam Isacson, director para veeduría de la defensa en la Oficina de Washington para América Latina.
“Durante estas crisis, ocurre con mucha frecuencia que la capacidad civil se ve desbordada”, detalló Isacson. “En el contexto latinoamericano, la preocupación es que esto podría convertirse en una función más permanente para los militares debido al lugar que tienen en la cadena de mando y quién utiliza los recursos sin consultar a nadie. En algunos casos puede terminar suplantando al ministerio de salud”.
En otros países, la amenaza del ejército durante la pandemia era más oblicua y no necesariamente autorizada por el estado. El Gran Ayatolá Ali Sistani, el principal clérigo musulmán chií en Irak, decretó que las personas responsables de infectar a otras con el virus podrían ser obligadas a pagar “dinero de sangre”.
El líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, declaró: “Podemos derrotar el virus si todos asumen su responsabilidad y desempeñan su papel”.
Para aquellos que estudian el lugar del Estado en la vida moderna, y consideran cómo debe ser el uso legítimo de la fuerza en el siglo XXI, la pandemia supone una prueba masiva e imprevista.
“Se habla mucho del surgimiento de un mundo progresista cuando esta crisis termine; un lugar en el que nos preocupamos por la atención sanitaria y cambiamos nuestras prioridades”, expuso Kayyem, ahora profesora en Harvard. “Pero es igual de probable que, en el nuevo mundo, la autoridad más centralizada sea la norma.”
Sieff reportó desde Ciudad de México. Contribuyeron a este reporte: Max Bearak en Nairobi, Danielle Paquette en Washington, James McAuley en París, Sarah Dadouch en Beirut, Borso Tall en Dakar e Ismail Alfa en Maiduguri.