Los nacionalismos aislacionistas amenazan a América Latina

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Foto: Carolina Antunes-PR

 

Nuestra era es la de la virulencia. Pasa con videos o memes reproducidos y compartidos millones de veces en redes sociales, lo mismo que con ráfagas de noticias falsas que se esparcen entre chats y plataformas, o epidemias recurrentes que tienen al mundo en constante estado de alerta como el ébola y el coronavirus.

En un mundo hiperconectado, esta virulencia está incluso en las relaciones internacionales, y América Latina no está exenta. El enemigo a vencer en la segunda década del Siglo XXI es la demagogia nacionalista, que pone en peligro serio el proyecto panamericanista con el que se ha soñado por 200 años. La más reciente ola de regímenes nacionalistas con evidentes tintes de aislacionismo es un claro y preocupante ejemplo. Es una epidemia política que se cierne desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego.

En todo el continente, los presidentes dan discursos recurrentes que abogan por el nacionalismo y el populismo, y que solo cambian de orador, país y audiencia, pero en esencia repiten el mismo mensaje: nosotros contra ellos. Algo similar empezamos a escuchar hace cuatro años con “Make America Great Again”, en boca del presidente estadounidense, Donald Trump.

Se podría argumentar que ser patriota (o nacionalista) no tiene nada de malo y es lo que se espera de todo ciudadano, empezando por el jefe de Estado. El que los presidentes exalten a sus países ha sido normal en todo el mundo y en distintos tipos de gobierno y, en esencia, está bien. Lo que no está bien es acompañar esa narrativa de un desdén por las instituciones regionales, el multilateralismo, la diplomacia y la cooperación internacional. Lo peligroso es su apego al aislacionismo en lo tocante a las relaciones internacionales, a las que entienden como un juego de suma cero.

Hay señales inequívocas de que, en la región, la indiferencia y el desprecio por el regionalismo y lo multilateral van en aumento: la desaparición paulatina de esfuerzos continentales -como el Grupo de Lima- enfocados a encontrar soluciones a crisis como la venezolana, la ideologización recurrente de la Organización de Estados Americanos, el impago de cuotas a la Organización de Naciones Unidas (México y Brasil están entre los países que más adeudan), la atomización de posturas en foros globales sobre migración o agenda 2030, y el diluido entusiasmo por impulsar proyectos y foros regionales como la Cumbre de las Américas o la Cumbre Iberoamericana. Son focos rojos sobre nuestro tránsito desde un paradigma de integración a uno de confrontación.

El anuncio de Brasil sobre su salida de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -el único organismo regional del que forman parte todos los países de América Latina y del Caribe- y la reticencia a realizar viajes internacionales del mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador, son otros dos muy malos síntomas.

Los nacionalismos aislacionistas ven la interacción entre Estados no como algo benévolo sino egoísta, competitivo y tendiente al conflicto. Con su llegada, experimentamos un retroceso en el avance de temas prioritarios de la agenda regional e internacional como la migración, el crimen transnacional y la emergencia climática.

Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de América, y basta echar un vistazo a la década de los treinta del siglo pasado y su Segunda Guerra Mundial para entender una de sus acepciones más macabras. Su renovada aparición puede quizá rastrearse a 2008, cuando el descalabro de los mercados financieros internacionales terminó con la falsa ilusión del mundo globalizado que premiaba la cooperación y no el conflicto, y con la utopía de que las sociedades multiculturales y pluriétnicas en las que vivimos son perfectas.

La salida del Reino Unido de Europa, conocida como Brexit, es el ejemplo quizá más relevante para América Latina. Aunque el euroescepticismo es una condición casi inherente al espíritu isleño de los británicos, es falso pensar que era inevitable. Se alimentó, desde el anuncio del referendo en 2016, de una narrativa patriotera, del desgaste del modelo político, de la ominosa acumulación de capital en manos de un puñado de gente y el desencanto generalizado con los organismos europeos.

Esa lucha contra los organismos regionales, los canales diplomáticos y el sistema multilateral, es la que eligió en América Latina a líderes como Nayib Bukele, quien acaba de tomar con militares la Asamblea Legislativa de El Salvador, pero también al cierre de embajadas por parte de Brasil y los ataques en Nicaragua a observadores de la ONU.

Europa enfrenta una crisis de identidad ante la salida del Reino Unido y ante el incremento en discursos nacionales que fomentan el aislacionismo y cuestionan el valor agregado del trabajo conjunto. América Latina, con mucho menos cohesión histórica, debate hoy la viabilidad de trabajar en pro de la integración y la cooperación por los mismos motivos.

Este aislacionismo, que se nos vende bajo la bandera nacionalista, es tóxico. Fomenta la desunión y favorece la confrontación como pocas veces en la joven y corta historia de nuestra región. Una muestra son los acuerdos entre Estados Unidos, México y los países del Triángulo Norte de Centroamérica sobre deportaciones, que privilegian una visión limitada del complejo tema migratorio y afectan a todo el continente. Están desincentivando una aproximación regional y multilateral al fenómeno como la que impulsaba la ahora desdibujada iniciativa del Pacto Global sobre Migración.

Una unión latinoamericana como la que soñó Simón Bolívar podría enfermarse terminalmente si esto avanza. Para evitar un contagio mayor debemos reforzar el ámbito internacional desde el nacional, abogando desde la sociedad civil y desde los gobiernos locales -como ya sucede en Nueva York o California en los Estados Unidos, y Londres en el Reino Unido- por fortalecer el marco legal internacional. Hay que fomentar la diplomacia pública y apoyar a las organizaciones multilaterales y a su agenda prioritaria, desde la emergencia climática hasta la no proliferación de armas. Solo así podremos rescatar el sueño de una América Latina hermanada y resiliente.

 

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Diego Gómez Pickering es escritor, periodista y diplomático. Su libro más reciente es ‘Diario de Londres’.