Rompiendo el techo del tranvía

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Foto: Revista dat0s 229

Hace algo más de 30 años estaba viajando en un tranvía de mi ciudad. Un joven y alto basquetbolista que en aquel entonces recién comenzaba con su carrera profesional estaba parado a mi lado. Apenas podía caber por su alta estatura en el mismo medio de transporte antiguo y bullicioso. Aquel día, recuerdo, me llamó la atención su nada normal postura y su cuello casi por completo doblado, su cabeza agachada, apretada por un techo de aluminio. Hoy en día recuerdo esa imagen como si fuera ayer y tengo la leve impresión que una gran parte de la humanidad está caminando de la misma manera. Agachada asumiendo esa postura artificial de llevar un peso tan grande que es casi imposible levantar la cabeza hacia el cielo.

El dolor en cierto momento comienza a ser tan fuerte que uno comienza a gritar, levanta la cabeza y rompe el techo. Ahí, en ese preciso momento, uno se da cuenta que el techo en realidad no es ni siquiera de metal blando, es decir aluminio. Había sido de cartón. Cuán grande es el sentimiento de vergüenza por no haber levantado la cabeza antes y por estar sufriendo tanto tiempo ese dolor inimaginable y torturador, es ya tema de cada uno. Una vez que el discurso político comienza a separarse por completo de la vida real, encontrar una estrategia que funcione en ese mismo mundo, se convierte en una tarea casi imposible. Alguien lo dijo. Ésta separación entre el discurso y la vida real lleva a una sociedad hacia el rompimiento de la comunicación entre estos dos actores cuya cohabitación no solo que se torna confusa y difícil. Se convierte en peligrosa y amenazante.

Es, acaso, por este motivo, que los que mueven los hilos comienzan a apurarse en establecer las palancas de poder más duras y amenazadoras. Así como se apura el comerciante callejero en venderle su reloj de oro falso, pues sabe que si deja un segundo que su víctima razone, perderá su ganancia. Somos testigos de un fenómeno planetario: utilizar el descontento para crear las herramientas de destrucción de millones de personas.

Una vez más se confirma la teoría que describe la ideología del poder como un cúmulo de deseos y autoengaños que el aparato gobernante construye como auto proyección de felicidad y prosperidad. Todo reflejado sobre una pantalla rasgada de la vida real. El esfuerzo empleado construye una imagen falsa que se empeña en imponerse a la gran masa que camina con la cabeza agachada, territorios y pueblos hace mucho tiempo conquistados.

Los elegidos autoproclamados libertadores elaboran una larga lista de argumentos para justificar su meta que resulta ser un simple y burdo robo. La falsa conciencia lleva la autoestima a las alturas de una arrogancia salvaje. Primaveras árabes y revoluciones naranjas, experimentos realizados en las sombras de los campos de petróleo dieron pobres resultados. El desconocimiento de las culturas y costumbres al tratar de introducir la democracia con espada y fuego, fracasaron.

Entonces comenzó una nueva estrategia. La estrategia de la mentira.

La mentira es la verdad del funcionamiento de un nuevo orden autosuficiente, autocomplaciente y su base filosófica e intelectual. La mentira se ha infiltrado en todos los poros del pensamiento y comunicación. Se ha convertido en el reflejo condicionado de la forma de ver y expresarse. Es signo de reconocimiento y, de cierta manera, es el mantra de las elites mundiales que, como interlocutores e intermediarios para convencer y doblegar a la masa empobrecida y oprimida, postula a los multimillonarios cuyos parámetros definen verdades útiles o inútiles. Según les sea conveniente. Su ceguera asusta. Su poder también. Y regresando a la imagen del tranvía y aunque todo parece definido, mi optimismo natural, que dicho de paso me fue regalado en mi nacimiento y doy gracias por ello todos los días de mi vida, me hace creer que los que piensan que es posible acostumbrar a la gente a vivir en esa posición antinatural de cabeza agachada casi de esclavos, están muy equivocados. ¿O no?