Sí, pero no vuelvan a hacerlo por favor

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Foto: PEDRO PARDO AFP

La devastación económica autoinducida, la pandemia de hambre entre los menos protegidos, el desempleo y la miseria, provocarán daños inconmensurables en cientos de millones de personas

 

Lo que sigue pretende ser una petición oficiosa a las autoridades para que, en caso de que exista un rebrote del coronavirus el próximo otoño, como se afirma en notas periodísticas y científicas, no vuelvan a confinarnos. Para empezar porque, si en efecto, surge una segunda oleada esta habrá sido fruto, justamente, del confinamiento en la medida en que la población no quedó inmunizada. La posibilidad del contagio simplemente quedó aplazada. Los especialistas afirman que la única manera de erradicar en definitiva al parásito es mediante la inmunización de cerca de dos tercios de la población. Alcanzado ese punto, el virus se extingue al no poder propagarse a otros cuerpos con la velocidad con la que perece cuando transcurren 14 días y el portador se inocula (o se muere, también hay que decirlo).

Imposible saber cuál es la población real por la que ha pasado la covid-19, pero seguramente una proporción mucho más baja que el nivel de saturación que se requiere. Para el caso de Francia, los investigadores han calculado que esta primera ronda habrá afectado al 30% de la población. El número de contagios ha comenzado a descender entre los europeos, gracias a la estrategia del confinamiento, pero los contagios se mantendrán en pequeños números hasta que el virus vuelva a encontrar condiciones favorables. Es decir, aglomeraciones de personas y una temperatura propicia. De allí que se tema un otoño fatídico.

Si estos escenarios son correctos, los líderes de cada país enfrentarán de nuevo una disyuntiva terrible, a menos que para entonces se tenga en la calle una vacuna confiable, algo que los especialistas consideran poco factible.

Quisiera pensar que no volverá a repetirse el infierno por el cual los habitantes del planeta pasaron esta primavera. Ya en esta ronda muchos se preguntan si el remedio no salió más caro que la enfermedad. Los número que arroja la covid-19 son relativamente modestos con respecto al daño que ha provocado su combate. La ONU estima que el impacto económico generará hambrunas en 125 millones de personas, adicionales a los que ya las padecían. Una verdadera catástrofe. En 2018 poco más de 800 millones de persona sufrieron hambre crónica, pero se había reducido a 113 millones la fracción más preocupante, la que experimenta déficit alimentario agudo, aquella que provoca defunciones. Ahora esa cantidad se habrá doblado. Según la FAO, cerca de seis millones de niños fallecen cada año por enfermedades asociadas al hambre y a la desnutrición. Esto significa que la covid-19 matará de manera indirecta a millones de niños adicionales en los próximos meses. Una cifra que hace palidecer el recuento de defunciones diarias que los Hugo López-Gatell de cada país recitan a sus alarmadas audiencias.

Solo para poner las cosas en perspectiva: la diabetes mata a 1,6 millones de personas cada año, el cáncer en las vías respiratorias otros 1,7 millones y las enfermedades diarreicas, 1,4 millones, según la Organización Mundial de la Salud (cifras de 2016). El año pasado murieron de gripe medio millón de personas.

Hasta este martes habían fallecido por coronavirus poco menos de 180.000 personas en el mundo. Un dato que crecerá y que seguramente subestima muchos casos que murieron por esa causa sin haber sido diagnosticados. Pero incluso si asumimos que sea el doble, sigue siendo una fracción de la estadística citada más arriba y, no obstante, el mundo nunca se ha paralizado para detener la mortandad de los niños haitianos o africanos.

No se trata de juzgar a agua pasada a los mandatarios de cada uno de los países que tomaron esta decisión (prácticamente todos). Tuvieron que hacerlo sin conocer en ese momento cabalmente los alcances de la pandemia que se venía encima. Nadie quería ser responsable de los cadáveres de sus ciudadanos acumulados en las aceras de los hospitales por la saturación de la infraestructura de salud.

Lo cierto es que la devastación económica autoinducida, la pandemia de hambre entre los menos protegidos, el desempleo y la miseria, provocarán daños inconmensurables en cientos, sino miles, de millones de personas. Visto en retrospectiva, daños colaterales que en cualquier escenario habrían sido inadmisibles. Y sin embargo, aquí estamos, metidos en la pesadilla.

Pero si no podemos hacer algo sobre el pasado, tendríamos que hacer algo frente al inmediato futuro. En la segunda oleada habrá que optar por asumir la curva vertical y no la loma prolongada a fuerza de confinamientos. Una fracción de los trillones de millones de dólares que ha costado la paralización de la actividad productiva tendría que dedicarse a fortalecer el sistema de salud, para estar en condiciones de hacer frente a la acumulación de casos que una curva total de cuatro semanas puede generar y atenernos a las consecuencias. Alemania ha mostrado que la letalidad del bicho es mucho menor si el sistema de salud está en condiciones de atender correctamente, en calidad y cantidad, a la totalidad de los afectados. Esa tendría que ser la prioridad de los Gobiernos a medida que comience a verse el final del túnel de esta primavera trágica. Y la de los ciudadanos, hacer ver a las autoridades que en la próxima crisis no estamos dispuestos a parar al mundo, no al menos sin considerar todas las consecuencias.