Evo Después

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Por primera vez en su carrera política, el hasta ahora siempre afortunado Evo Morales tuvo que morder el polvo de la derrota. Ni siquiera cuando era diputado y fue expulsado del parlamento por faltas éticas, una maniobra que los partidos tradicionales de entonces pergeñaron para librarse de él, pero que terminó intensificando su aura de luchador popular; y ni siquiera cuando Carlos Mesa dio aquel famoso discurso de su primera renuncia, en el que lo responsabilizó de desestabilizar la democracia y puso a las clases medias en su contra (estado de ánimo que después Mesa no supo aprovechar); ni siquiera entonces Morales estuvo en una situación tan comprometida como la que vive hoy, después de perder el referendo del 21 de febrero.

Y es que desde el momento en que solamente era un combativo diputado de izquierda, o desde que era la principal figura de oposición durante la caída del neoliberalismo, el mito de Morales no ha dejado de crecer, aupado por su desempeño como líder de un proceso neonacionalista que aprovechó de forma magistral la época de oro de la exportaciones de gas para transformar de arriba abajo el Estado boliviano. Uno de los elementos de este mito era su supuesta invencibilidad, el atributo que acaba de perder.

Hoy los bolivianos ya saben que Evo Morales no es dios y puede morir. Como al persa Jerjes en la película “33”, una lanza lo ha alcanzado y lo ha hecho sangrar. No solo porque finalmente perdió en las urnas, sino porque en la campaña recibió tantos golpes como Rocky y Creed al mismo tiempo, y no supo devolverlos. Porque ya no resulta ni profético ni infalible ni tocado por la Providencia, sino tan solo un político que repite una y otra vez lo que un día fue novedoso y funcionó, pero con el tiempo ha perdido su magia, su capacidad de sorprender y, por tanto, su efectividad.

Es cierto que los errores y los fracasos pueden enseñar, pero después de la derrota Morales no ha aparecido ni más sabio y mucho menos dispuesto a cambiar.

Como suele hacer, se ha librado de su propia culpa (¿por qué convocó al referendo?, ¿por qué se hizo amarrar lo cordones de sus zapatos?, ¿por qué se relacionó sentimentalmente con Gabriela Zapata?, ¿por qué perdió a su estratega Walter Chávez, que termino ayudando a la oposición?, ¿por qué enajenó el apoyo de tantos periodistas que lo querían?, ¿por qué no paró la corrupción del Fondo Indígena?, ¿por qué ha perdido la capacidad de despertar ilusiones, y en cambio su discurso parece cada vez más tecnocrático?, ¿por qué la desigualdad y la pobreza están creciendo en los últimos años?, ¿por qué no cambia ministros y colaboradores y confía más en la otra gente de su partido, además de su consabido entorno?) traspasándola a un chivo expiatorio: las redes sociales, los medios y sus encuestas, la guerra sucia, el complot estadounidense y, seguramente, en el interior de su partido, los conductores de una campaña que los masistas ya han comenzado a calificar en público de mala y hasta de pésima.

Morales también ha culpado a Mesa, porque supuestamente intenta ser candidato a costa de su relación con él y de su trabajo como vocero de la causa marítima. Y ha reclamado a los ciudadanos porque, pese a haber comprobado lo bueno que es, no lo apoyaron, y porque se confundieron y votaron por el “No” “sin querer” y para que “Evo siga”. Finalmente, ha prometido “seguir con más fuerza que nunca”, es decir, ha repetido el libreto que Maduro ha elaborado en sus ya muchos momentos de zozobra en la dirección de la náufraga Venezuela.

“Hemos perdido un pequeña batalla, pero no la guerra”, dijo. Pero olvidó precisar que se trató de una batalla innecesaria, que se planteó por su deseo y que no se planteó contra los “lacayos del imperialismo” a los que atribuye la victoria del “No”, sino contra la Constitución que él mismo promulgó. Si, como dice Morales, la lucha en que está empeñado trasciende la batalla del referendo, esta batalla, con solo ser propuesta, le dio un sesgo personalísimo a toda la lucha.

El Referéndum no trató de reformas para avanzar, por ejemplo, en la distribución de la tierra, puesto que las leyes aprobadas por Morales a este respecto lo que han hecho es detener este esfuerzo, a fin de complacer a la agroindustria y establecer un pacto con ella. No trató de imponer controles severos a la explotación laboral que ejercitan los empresarios informales, los nuevos privilegiados del país, porque estos son aliados del Gobierno. No trató de sustituir importaciones e industrializar el país, porque las políticas económicas actuales favorecen las importaciones. No fue ideológico, no fue un escenario de lucha entre el imperialismo y la nación.

El Referéndum consistió otra cosa mucho más simple y a la vez perniciosa: cambiar una disposición que no fue aprobada por los neoliberales, sino por la Asamblea Constituyente convocada por Morales, para favorecerlo personalmente. La apelación que este hizo a las luchas históricas de su partido y los movimientos sociales es pura retórica.

El problema está en que, por lo acumulado en este tiempo, y porque coincide con cierta manera de ver el mundo de los sectores más desprotegidos y aislados de la vida nacional, esta retórica puede movilizar todavía a los sectores más empobrecidos, mayoritariamente indígenas, que votaron por el “Sí”.

Estos sectores son casi la mitad del país, suficientemente fuertes para que se los movilice en contra de la otra mitad que no apoya al Gobierno, de manera que se produzca ese empantanamiento o “empate catastrófico” del que el país únicamente salió -en 2009- cuando Morales, apoyado en la bonanza económica, logró seducir a la mayoría del país, incluyendo a las clases medias, y se convirtió en hegemónico.

Solo que, puesto que ahora ya no parece poder aspirar a la hegemonía, a lo que el presidente apostará es a la polarización. Unificará a sus tropas para ganar la “guerra” en que está embarcado, que no es una guerra contra el imperialismo, ya que el “No” no lo desafío en este terreno, sino la guerra por su continuidad en el poder. Este es el verdadero carácter de la guerra de la que el Referéndum fue una “pequeña batalla” perdida.

Por tanto, se librará otras batallas para lo mismo: probablemente un nuevo Referéndum en 2017 o 2018, ya que no existe una cortapisa legal para que este deje de hacerse, y que pudiera realizarse con las redes sociales controladas. Y con seguridad un gran esfuerzo que puede desordenar a la economía para seguir haciendo, en medio de la crisis de los precios de los minerales, la única “buena gestión” que el Gobierno conoce, esto es, una constante inversión de recursos públicos en obras de infraestructura y en expansión del gasto público.