Fiebre por el ‘pelotazo app’ y grandes plataformas, un cóctel letal

El País
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El 6 de mayo de 2021 un torrente de elegías invadió las actualizaciones de Twitter del sector periodístico y tecnológico. Otra aplicación que hacía la vida más fácil a los usuarios echaba el cierre.

Nuzzel

Caía Nuzzel, un agregador de noticias que presentaba cronológicamente los artículos más compartidos por los amigos (entendidos aquí como la gente a la que se sigue) y seleccionaba la información replicada entre influencers de la comunicación en las últimas 24 horas.

Funcional, ordenada y limpia, la herramienta creada por los fundadores de la antigua red social Friendster era un práctico oasis que medía el pulso de la actualidad, sin tener que consumir las polémicas de combustión instantánea y oleadas de indignación diaria que a menudo embarullan la experiencia de Twitter.

“Que Twitter compre Nuzzel para cerrarlo me produce una tristeza absoluta. Lo usaba cada día, muchísimas veces, y había reemplazado a Twitter en mi teléfono. Nuzzel es lo que debería ser Twitter para los usuarios”, tuiteó Chris Sacca, uno de los primeros inversores de Twitter y una de las figuras más seguidas en el sector tecnológico.

En su despedida, Sacca decía haber sido “más feliz y una persona mucho más sana” desde que había cambiado una aplicación por otra en su teléfono móvil. En esencia, el suyo no era un simple adiós a una aplicación práctica. El inversor hablaba del retorno por obligación a una experiencia de consumo digital tóxica.

“En esta era no solo el quién está online ha cambiado, la clave está en el qué está online. [Internet] será mucho más propensa a estar sesgada, a restarnos poder, o, simplemente, será aburrida y simple”, apunta la doctora en Comunicación Digital Jessa Lingel, autora de The Gentrification of the Internet: How to Reclaim Our Digital Freedom (La gentrificación de internet: cómo reclamar nuestra libertad digital, editado por University of California Press).

Profesora de la Universidad de Pensilvania, Lingel analiza en el texto cómo la hipermercantilización de las plataformas virtuales dificulta la autonomía de las minorías, por qué la crisis de 2008 hizo pivotar el flujo de inversiones de Wall Street a Silicon Valley y cómo la ética de las denominadas big tech (Amazon, Apple, Facebook, Google y Microsoft) ha empobrecido nuestra experiencia en internet. “Ya no se compite por hacer un espacio tecnológico que vaya a mejor, sino por consolidar el monopolio y eliminar la competencia”, opina la académica.

Lo que ha pasado con Nuzzel es otro ejemplo más de un modus operandi vigente los últimos 15 años: una aplicación de uso gratuito nace, triunfa por su complicidad con los usuarios, alcanza un pico de popularidad y acaba cerrando o siendo absorbida. Si opta por resistir y no venderse, acabará siendo copiada y, por tanto, condenada a desaparecer o perder influencia. Facebook compró Whats­App e Instagram, y como no pudo adquirir la aplicación de mensajería Snapchat ni por los 9.000 millones de euros que ofrecía, lanzó un servicio calcado en Instagram, los Stories (contenido que desaparece a las 24 horas de ser publicado). En solo un año consiguió superar las cifras de la aplicación original. Esta semana, sin ir más lejos, la Comisión Federal de Comercio de EE UU (FTC en sus siglas en inglés) ofrecía el dato de que Microsoft, Apple, Google, Facebook y Amazon realizaron 616 pequeñas adquisiciones de 2010 a 2019 que, por sus dimensiones, no llegaban a aparecer en los informes de competencia.

Lingel aplica la metáfora de la gentrificación para poner contexto a esta deriva: “En un barrio gentrificado, lo que suele pasar es que un número reducido de gente adinerada se muda a tu zona y desplaza a los residentes de siempre. Con el tiempo, ese barrio se vuelve menos diverso y más homogéneo en su oferta. Así está pasando con las comunidades online: se está expulsando la diversidad y otros puntos de vista, dejándonos con plataformas que tienden al centro”, resume en un intercambio de correos electrónicos.

Aquella “buena internet”

En 2008, el 20% de los estudiantes que se graduaban de las escuelas de negocios en EE UU trabajaban en finanzas, y el 12%, en tecnología. Una década después, según la CNN, los porcentajes se habían intercambiado, del 13% especialista en bienes al 17% en el sector techie. “Casi todos mis alumnos han profesionalizado sus webs para convertirlas en una start-up (empresa emergente). Todas sus buenas ideas, aunque sean de carácter social, están pensadas y desarrolladas en el lenguaje de los inversores”, lamenta por videollamada la artista y profesora en Stanford Jenny Odell, una de las autoras que recomendó Obama en su lista anual de libros con su debut Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención (Ariel, 2021), un ensayo donde fantaseaba con las posibilidades que podría ofrecer una internet no tan mercantilizada.

Nacida y criada en Cupertino (San Francisco), donde se fundó Apple, Odell lamenta que en Silicon Valley “impere la mentalidad OPV (oportunidad pública de venta)”, una ideología rendida a los activos financieros que mitifica, mezcla y moderniza las raíces de la fiebre del oro californiana, la conquista de la ciberfrontera y la teoría del destino manifiesto (la idea de que EE UU es una “nación elegida”). “Aquí se ha popularizado la idea de hacerse rico lo más rápido posible. Yo entiendo la comercialización, pero no todo tiene por qué estar diseñado según los intereses de los accionistas y no de los usuarios”, defiende.

Odell pone como ejemplo de la “buena internet” el caso Craiglist, un sitio de anuncios web personalizados, un tablón de anuncios digital, en el que se puede encontrar desde un sofá usado hasta un piso en alquiler o una oferta de trabajo. Lo creó en 1995 un exprogramador de IBM, Craig Newmark, y ahora lo lidera con Jim Buck­master, al que The New York Times etiqueta como “CEO socialista anarquista” por haberse negado a vender la plataforma a una big tech, no haber cambiado el diseño de su interfaz funcional desde sus inicios y sostenerse con una única fuente de ingresos: las pequeñas cantidades que se pagan por colgar anuncios personales. Con solo 28 trabajadores en nómina, 20.000 millones de páginas vistas al mes y una parte de sus ganancias destinada a la filantropía digital, Craiglist vendría a ser el ejemplo de una internet sin gentrificar. “Navegar por su web es cómodo y funcional. No vende tus datos, no quiere atraparte, enfadarte o emocionarte: solo quiere que entres, cojas lo que necesitas y te vayas. Las redes sociales deberían ser así”, defiende Odell.

Anuncios que son guetos

En este universo, los anuncios segmentados que rechaza Craiglist, pero sí aparecen en el resto de redes sociales también parecen alimentar burbujas de discriminación y aislamiento. El Real Time Bidding (RTB por sus siglas en inglés), aceleradas subastas en tiempo real en las que los brókers venden información sobre nuestra orientación sexual, género, cuánto ganamos al mes o nuestras tendencias políticas al mejor postor, constituye “un desastre para la democracia”, defiende la filósofa hispanomexicana y profesora de Oxford Carissa Véliz en su ensayo Privacidad es poder: datos, vigilancia y libertad en la era digital, traducido ahora al castellano por Debate.

En su investigación, Véliz asegura que la tecnología que prometía solucionar problemas al enseñarnos aquello que queríamos comprar es ahora una “estrategia hostil que ha convertido el marketing en un arma que difunde información errónea, destrozando y polarizando la esfera pública”. Además de comercializar con nuestros datos, sostiene, nos segregan.

Las mujeres, según Véliz, son más bombardeadas con anuncios de zapatos que con oportunidades laborales. También incide en la metáfora gentrificadora Jessa Lingel, cuando define estas prácticas como redlining digital —el redlining es un término del sociólogo John McKnight para describir la segregación racial urbanística en los sesenta en EE UU—. “No importa cuando lo que nos perdemos es un anuncio de champú o de una película, pero sí cuando los anunciantes te excluyen de ver oportunidades de trabajo, educación o vivienda en función de tu raza, género o clase. Ahí es cuando las desigualdades de la vida real se reproducen en la digital”, aclara la académica.

Adiós, tecnooptimismo

¿Qué precio hay que pagar por sentirse bien navegando en internet? La estandarización de los muros de pago, ya sea para ver nuestras series favoritas o para acceder a información de calidad segmentada en función de nuestros intereses y preferencias, también ha abierto un debate sobre quién ostenta el privilegio de pasear por una internet alejada de la angustia y la polarización ideológica de las redes sociales gratuitas.

Quienes se quedan fuera de los sistemas de pago están más sujetos a radicalizarse y polarizarse, opina la periodista y exacadémica Anne Helen Petersen, autora de No puedo más. Cómo se convirtieron los millennials en la generación quemada (Capitán Swing, 2021) y una de las reporteras estrella con contrato exclusivo en Substack, servicio de boletines que se ha popularizado entre periodistas y que funciona bajo un pago mensual por suscripción: “Facebook no está creciendo entre las personas con poder adquisitivo y alto nivel educativo”, apunta, “crece entre personas que no tienen recursos para pagar por informarse. Esa es la gente a la que le llega la información barata, las noticias baratas que se fomentan en redes gratuitas bajo anuncios, y es ahí donde se fomenta la polarización política”, apunta.

¿Significa esta gentrificación que el tecnooptimismo que definió al consumo digital en los noventa y los dos mil se ha esfumado de nuestras vidas? En realidad, puede que nunca llegase a existir tal y como queremos recordar. Como destaca el comisario e investigador cultural José Luis de Vicente, experto en cultura e innovación social digital que trabaja habitualmente con el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y el festival Sónar+D, el aforo de la red importa. “Existe cierta idealización sobre aquella internet más calmada y cariñosa, pero había una razón por la que fue así: había muchísima menos gente. Todo cambió de una manera radical cuando el smartphone se popularizó y el perfil de usuario pasó a ser otro completamente distinto”.

Lejos de añorar una internet para el pueblo que en realidad nunca existió, la académica Jessa Lingel lo tiene claro: “Es tentador creer que existió una era dorada, a la que podríamos regresar y donde todo estaría bien de nuevo. Pero, en realidad, internet siempre ha sido más accesible para unos que para otros. Romantizarla hace más difícil ver con claridad cómo hemos llegado hasta aquí o aprender las lecciones sobre cómo de distinta podría ser en el futuro”.