Las plataformas transforman nuestros modos de leer

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Foto: David McNew/Getty Images

“Estamos viviendo una revolución industrial de la atención”, afirma Dereck Thompson en Creadores de hits. Cómo triunfar en la era de la distracción. “La plataformas se siguen expandiendo por la economía y la competencia las lleva a encerrarse en sí mismas cada vez más”, concluye Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas.

La nuestra es una época, en efecto, de guerra entre plataformas tecnológicas que compiten salvajemente por captar nuestra mirada y nuestro tiempo. Y todas ellas lo hacen a través de la construcción de universos casi autónomos que persiguen el capital de nuestros gustos y nuestro ocio. Por eso es extraño que “plataforma”, una de las palabras clave de nuestro presente, no acostumbre a ir acompañada del adjetivo que en muchos casos le corresponde: cultural.

En el contexto de una economía global en que la logística y el reciclaje se han convertido en negocios multimillonarios, tiene sentido que los grandes intermediarios de la cultura también se hayan transformado en agentes económicos principales, no por casualidad Amazon comenzó vendiendo libros. Spotify, YouTube, Vimeo, Netflix, HBO, Amazon, SoundCloud, iTunes, App Store, Filmin o Storytel son algunas de las grandes marcas culturales de nuestra época. Algunas de ellas tienen incluso el poder de incipientes mitos.

Su influencia en nuestros modos de consumo cultural está siendo superlativa. Aunque se articulen como archivos de archivos (de canciones, podcasts, discos, vídeos, películas, series, libros o audiolibros) su impacto va mucho más allá de la posible producción y de la decisiva distribución. Han ido imponiendo nuevos mecanismos de lectura, como el canal, la lista de reproducción, la app, las recomendaciones, el play automático del siguiente capítulo, la superproducción cinematográfica que no se estrena en cines o el lanzamiento de toda una temporada de una serie (eliminando de paso su serialidad).

Se han convertido en auténticas estructuras curatoriales, administradas por inteligencias colectivas, tanto humanas como matemáticas. Como explica Michael Bhaskar en Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos, las plataformas digitales compiten con el museo y la biblioteca como nuevas instituciones de la memoria y la circulación de la información y del arte. Y nos conminan a pensar nuevos modos de prescripción.

Y de crítica cultural, por tanto. En los cinco siglos de la Galaxia Gutenberg el autor y la obra han estado en el centro de la interpretación. Las plataformas, con su acumulación de objetos culturales, amplían brutalmente el foco. Si deseamos entenderlas en su complejidad es necesario desplazar y amplificar la mirada, para tratar de adivinar las relaciones que trazan esos ojos panópticos que procesan millones de datos tanto de los propios textos como, sobre todo, de las experiencias de recepción.

Eso es lo que se propone La búsqueda del algoritmo. Imaginación en la era de la informática, de Ed Finn, un necesario e interesantísimo primer esbozo de una futura lectura algorítmica de la realidad digital, con la convicción de que “los algoritmos invocan simultáneamente espacios computacionales, mitológicos y culturales”. Porque es inútil interpretar Google Libros o a YouTube como una nueva versión de la idea de biblioteca, si no penetramos a la vez en la psicología de sus curadores o archiveros, que son complejas fórmulas matemáticas que conectan el código con las humanidades, el arte y el entretenimiento.

“Leer Netflix como una serie de algoritmos, interfaces y discursos resulta mucho más instructivo para comprender su papel como máquina cultural que leer los productos culturales producidos por el sistema”, afirma Finn.

Su propuesta, novedosa y muy pertinente, conecta con la lectura distante o la Literatura en el laboratorio de Franco Moretti y sus equipos: tenemos que pensar menos en los objetos culturales concretos y más en los sistemas complejos en que se insertan; analizar menos a través de la calidad que decidimos a través del gusto -esa codificación sociocultural- y más a través de la cantidad y de las relaciones de toda índole que explican el aparente caos de los grandes bancos de datos y de las plataformas -arquitecturas dibujadas en código-.

¿Cómo ha cambiado esa nueva realidad nuestras formas de lectura y de ordenación de esas lecturas? A juzgar por la prensa, no ha habido cambio. Los suplementos culturales continúan proyectando la ilusión de que los libros en papel siguen siendo autónomos y centrales, mientras que dedican un espacio secundario, a menudo residual, al arte, la música, el teatro y otros lenguajes artísticos.

Y la sección de cultura de los diarios sigue dándole a la ópera, a la poesía o a los premios y festivales de cine un espacio que no se corresponde con su impacto en la realidad. Pese a que el videojuego sea la industria del entretenimiento más importante en términos de mercado y lleve ya décadas en los museos, sigue siendo tratado (como la novela gráfica) en la sección de tendencias. Y las series siguen, okupas, en la vieja sección de “Televisión”.

La idea de biblioteca nos ha sido tradicionalmente útil para ir asimilando las nuevas formas del archivo. Pero en los últimos años la palabra “archivo”, para la mayoría de la gente, ha dejado de significar conjunto para significar unidad: de texto, de audio, de vídeo. Añadimos mecánicamente, durante siglos, el sufijo “teca” (“armario”) para que las variaciones no nos rompieran los esquemas: pinacoteca, hemeroteca, filmoteca, discoteca, mediateca; pero la palabra “plataforma” no solamente no termina en “teca”, sino que además no sigue los sistemas de clasificación y de búsqueda de la biblioteconomía y de las ciencias de la información.

“La mayoría de los consumidores son simultáneamente neofílicos (curiosos por descubrir cosas nuevas) y profundamente neofóbicos (temerosos de lo que es demasiado nuevo)”, dice Derek Thompson. El periodismo, la crítica cultural y la academia deberán aumentar su neofilia y anestesiar su neofobia si no quieren ser condenadas al anacronismo. Porque las plataformas culturales nos obligan a pensar algorítmicamente, a reinventar el análisis, a leer de otras maneras. Tanto si nos gusta como si no.