Subastan el manuscrito del más bello de los discursos del Nobel de Literatura

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20minutos.es.- No son simples folios, manuscritos y mecanografiados en papel con membrete del hotel Algonquinde Nueva York: es el original de uno de los más bellos y profundos discuros de aceptación del Nobel de Literatura. Lo escribió William Faulkner unos días antes de salir para Noruega, donde le entegaron el galardón en 1950 por su “poderosa y artística contribución única a la novela moderna estadounidense”.

 

Junto con otros materiales del escritor (cartas, originales, fotos…), el manuscrito será subastado en junio en Nueva York en un lote que la casa Sotheby’s calcula que alcanzará un precio de al menosdos millones de dólares, algo más de 1,5 millones de euros. Me importan muy poco la tasación y los intereses o necesidades monetarias de los herederos del escritor. Las palabras no mueren cuando son vendidas.

Cuando Faulkner escribió el discurso tenía 48 años, ya había publicado casi todas sus grandes obras -El sonido y la furia (1929), Santuario (1931), Palmeras salvajes (1939), buena parte de los relatos y sólo se guardaba en la manga parte de la subyugante trilogía de los Snopes-, sufrido la penosa condición de tener que ganarse la vida como guionista mercenario en Hollywood y bebido el whisky necesario, que fue mucho, para entender que “lo más triste es que la única cosa que se puede hacer durante ocho horas al día es trabajar” y que “se puede confiar en las malas personas… No cambian jamás”. Faltaban nueve años para el acccidente acuestre que le dejó lisiado y roto y  doce para el infarto que lo mataría en 1962.

El discurso de Faulkner en Estocolmo al recibir el Nobel -aquí está grabado en audio- fue pronunciado en voz trémula por una persona tímida e insegura pese a la apariencia tajante de su narrativa. Ya sabía, como declaró en alguna ocasión, que “un hombre es la suma de sus desdichas. Se podría creer que la desdicha terminará un día por cansarse, pero entonces es el tiempo el que se convierte en nuestra desdicha”.

Ante los académicos suecos y la realeza vestida de culta, el escritor de la complejidad del alma -quizá el primer novelista postmoderno- habló en favor de la necesidad de documentar la tragedia existencial como escarmiento contra la necedad de la vida, enarboló la literatura como proyección de la defensa del ser humano y se negó a aceptar que nos sojuzguen mediante el miedo.

Copio parte del discurso. Es una de esas piezas que no tienen tiempo:

Creo que este honor no se confiere a mi persona sino a mi obra, la obra de toda una vida en la agonía y vicisitudes del espíritu humano, no por gloria ni en absoluto por lucro sino por crear de los elementos del espíritu humano algo que no existía. De manera que esta distinción es mía solo en calidad de depósito. No será difícil encontrar, para la parte monetaria que entraña, un destino acorde con los elevados propósitos de su origen.

Pero también me gustaría hacer lo mismo con el renombre, aprovechando este momento como pináculo desde el cual me escuchen los hombres y mujeres jóvenes que se dedican a la misma lucha y afanes entre los cuales ya hay uno que algún día se parará aquí donde yo estoy.

Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda esta interrogante: ¿Cuándo estallaré? A causa de ella, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos vale la pena de escribir y justifican la agonía y los afanes.

Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad es sentirse temeroso; y después de aprenderlo olvidar ese temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio.

Mientras no lo haga así continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas.

Mientras no capte de nuevo estas cosas, continuará escribiendo como si estuviera entre los hombres sólo observando el fin de la Humanidad. Yo rehúso aceptar el fin de la Humanidad.

Es fácil decir que el hombre es inmortal porque perdurará; que cuando haya sonado la última clarinada de la destrucción y su eco se haya apagado entre las últimas rocas inservibles que deja la marea y que enrojecen los rayos del crepúsculo, aun entonces se escuchará otro sonido: el de su voz débil e inextinguible todavía hablando.

También me niego a aceptar esto.

Creo que el hombre no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia.

El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado.

La voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y prevalecer.

Tantas veces acusado de complejo por los admiradores de su rival Ernest Hemingway, tantas veces reducido a fórmula por necios académicos que analizan sus obras desde los dictados materialistas-asesinos de la Escuela de Frankfurt, Faulkner habló como hubiera hablado mi abuela, la abuela de cualquiera de ustedes, sobre obligaciones morales, alegría y desdicha, amanecer y muerte.

Con el dinero que acompañaba al galardón, el escritor ayudó a establecer el premio PEN / Faulkner para jóvenes con pasiones literarias. La fama que llegó con el Nobel, tardía y falseada por los piropos de la publicidad, le quemaba las manos. Su hija supo del premio a los 17 años en una conversación de instituto. El padre nunca le había dicho que era la hija de un Nobel.

 

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