El lento derrumbe de un escritor

Diario Perfil
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Francis Scott Fitzgerald

SCOTT FITZGERALD (1896-1940)

Luego de luchar durante años contra sus propios demonios, murió hace ocho décadas, el 21 de diciembre de 1940. Icono de los “locos años 20” y tal vez su cronista magistral, sus “Cuentos reunidos” son reeditados. Y ahora, además acaba de aparecer “El precio era alto”, una antología de sus relatos publicados en periódicos.

 

En Esquire, una popular revista de pin-up girls, Francis Scott Fitzgerald publica en 1936 varias notas donde relata su experiencia de desmoronamiento personal, la cual luego culminará con su muerte. En los años 20, Fitzgerald es un escritor exitoso, pero luego el alcoholismo y el fracaso amoroso con su mujer, Zelda Sayre, también escritora, lo minan por dentro.

Esos artículos de Fitzgerald, escritos cuando el esplendor literario ya ha envejecido, llevan por título póstumo “The Crack Up” (1945). El término alude tanto a un crack financiero a la quiebra de una empresa o de una nación (con reminiscencia al Jueves Negro o Crack del 29 en los Estados Unidos), como una depresión psíquica. Como sea, se trata de un derrumbe, de la coronación de un agrietamiento (no necesariamente psíquico o psicológico) que aniquila a Fitzgerald.

Algo ha ocurrido que irrumpe como el lento avance de un resquebrajamiento de sí mismo. “Toda la vida es un proceso de demolición”, dice Fitzgerald, llevado a cabo por golpes exteriores e interiores: los primeros producen efectos rápidos, los segundos, lentos. Estos últimos, al venir desde dentro, no se registran de inmediato sino de súbito y cuando ya han lastimado de modo irreversible. Esto lo descubre Fitzgerald de pronto, sin que nada se lo advierta, a los 39 años. Hasta ese momento vive en la ambivalencia del fracaso y de la lucha por triunfar como escritor, entre la gloria del pasado y las promesas del futuro.

Para él la literatura es un modo de vida y a eso dedica todas sus fuerzas, aún en el ocaso de su vida. Cuando repara en esa grieta interior, atraviesa un periodo de abstinencia alcohólica y serenidad, pese a un diagnóstico médico adverso. Ha construido una morada de soledad y de cansancio que lo lleva a permanecer durmiendo o en duermevela durante largas horas, a veces casi todo el día y en los intervalos de vigilia confecciona listas de las más diversas cosas (ciudades, jugadores de futbol, trajes, canciones, casas donde vivió, chicas) y las rompe. Al sentirse un poco mejor, sucede el derrumbe.

Once tipos de soledad

El instante en que la grieta aparece, como efecto de aquellos golpes internos aguantados durante años, como en un boxeador demasiado golpeado, es también la emergencia de una revelación: el desmoronamiento había comenzado antes. La catástrofe se prepara a partir de que Fitzgerald, sin saber bien por qué (para proteger algo, supone), huye de aquello que ama, pero también ese amor (que creía sentir) le parece solo un intento de amar. Cada acto de su vida, hasta el más cotidiano a partir de entonces requiere de un esfuerzo, y cada persona con la que se relaciona supone un simulacro de amistad o simpatía, un deber ser, un disfraz. En esta antesala agrietada del final, Fitzgerald se irrita con casi todo lo que llega del mundo exterior, y sobre todo (y a la vez) con los ruidos y el silencio. Sólo tolera la contemplación de los rostros de las estrellas de Hollywood, de algunos ancianos y niños (según la edad), y la de amigos con los que se encuentra una vez al año. Es decir, está solo desde mucho antes.

Fitzgerald se mantiene en pie como un muñeco roto y desarticulado, y no está derrotado sino resquebrajado, quebrado por dentro. Se compara a sí mismo con un plato viejo partido, cuarteado, que se arregla con pegamento y sirve de utensilio subalterno. Cómo ha logrado volver a soldar, aunque sólo sea de modo precario, los pedazos de sí mismo sólo explica –dice- por su antigua voluntad de luchar por una causa perdida de antemano.

Ese pathos, que lo guía a lo largo de la vida, permite que se reconstituya con la certeza de que al final se impondrá la grieta. La luz nocturna que emana de ella se proyecta sobre Fitzgerald invitándolo al recogimiento y al sueño. Siempre es, según él, las tres de la mañana. En esa hora inagotable se cumplen los compromisos con el mundo exterior con rapidez y cautela, para luego abrazar el sueño. Del agrietamiento sube un sopor, un aletargamiento, que lo aparta de la realidad y lo abandona a su propia suerte, mientras espera que lo que depende de la propia acción se mueva por sí solo. Fitzgerald observa, sin embargo, que no cree en que las cosas encajen milagrosamente sin que haga nada. Por el contrario, espera y desea el derrumbe final.

En esta situación, hace un balance de su vida para saber con qué cuenta. Comprende que ha atravesado anteriormente dos hundimientos similares, no iguales, al que experimenta. El primero se refiere a un cuatrimestre perdido en la Universidad de Princeton, durante su juventud, por un diagnóstico de malaria, y que al volver a ella queda rezagado de lo que más ambicionaba: la presidencia de un club de estudiantes, una comedia musical, algunas medallas deportivas. Luego de estas frustraciones resuelve su vocación por la literatura.

El otro evento involucra la relación con Zelda –rebelde flapper de los dorados 20- en los inicios, cuando era un joven modesto y ella lo rechaza porque carecía de dinero, hasta que él publica “A este lado del paraíso” (1922), la novela éxito literario a los 23 años. Estas experiencias durante la denominada “era del jazz”, que inspiran también la novela “Hermosos y Malditos” (1922) son definidas como un rebasamiento de sus propios límites.

Los límites del control

Según Fitzgerald, desde 1920 vive fuera de control. De 1924 a 1931 se radica en la Riviera francesa, con Zelda, y escribe relatos sobre la época y la novela “El gran Gatsby” (1925). La fama y el éxito finan[1]cian una vida lujosa, en continua fiesta, pero no está cómodo. El resentimiento y el odio por quienes disfrutan del ocio y de los placeres que ofrece el dinero lo corroen por dentro, lo vuelven un solitario mordaz y orgulloso en medio de la alta sociedad y los exiliados norteamericanos (entre ellos, Hemingway) del circulo de allegados. En esos años, tanto Zelda como él beben sin medida. La diversión toca a su fin cuando ella es internada con diagnóstico de esquizofrenia (muere en 1948 en un incendio en Highland Mental Hospital de Asheville). Después, Fitzgerald escribe la novela “Suave es la noche” (1943), acerca de un psiquiatra alcohólico, sin conseguir interesar a la crítica ni al público. En bancarrota adeudando miles de dólares a sus editores, en pleno crack de los años 30, el delirium tremens lo envía al hospicio. Pese a todo, en todo ese prolongado periodo no se siente nunca abatido.

Fitzgerald sobrepasa sus límites físicos y psíquicos y en ningún momento conoce el desaliento. Los años 20, que retrata con cínico pesimismo y que protagoniza como una de sus figuras más representativas no alcanza a derribarlo.

El episodio de la universidad es el primer golpe que arroja a Fitzgerald más allá de los propios límites, y también a la literatura. El amor no correspondido por Zelda le asesta el segundo golpe y provoca la novela que lo proyecta a la consagración literaria. La decepción amorosa se convierte en una visión crítica de la sociedad norteamericana de entreguerras. Firtzgerald se casa con Zelda luego del éxito de “A este lado del paraíso”, de alguna manera utilizando el dinero y la fama para seducirla. La solución a la que echa mano para evitar el rechazo de ella, y así lo sugiere él mismo, lo arranca de sus propios límites, lo convierte en otra persona: en alguien que está fuera de sí. Zelda, se compone de una doble significación contradictoria: es tanto un objeto suntuoso, igual que un automóvil de lujo, como el ser más amado. Por eso, en cuanto propietario de ella, él nunca logra liberarse de la idea de entregarla al placer sexual de sus amigos.

A través del dinero, Fitzgerald se interna en los confines de mundo. En la medida en que no cree en el poder que otorga, lo despilfarra en gastos superfluos y opulentos a imitación de los ricos. Al mismo tiempo, desconfía de ellos y los menosprecia, pero comparte desde una distancia soberbia los mismos hábitos. En una palabra, durante los 20 vive una doble vida que tiene uno de sus lados fuera del medio social, pero recibe golpes tanto de éste como de adentro de sí mismo, y los golpes del exterior no hacen tanto daño en él como los otros. La grieta se abre como consecuencia de ese rebasamiento de los límites en el que persevera Fitzgerald.

El alcoholismo acelera e intensifica la evasión de las estructuras y convenciones sociales. Esos golpes internos no serían más que los impactos producidos en él por la permanente colisión con los límites del mundo. La muerte o la nada brotan de los intersticios de ese agrietamiento.

El tercer golpe que recibe Fitzgerald acaba con él, en parte por la violencia con la que se descarga, y porque su fortaleza anímica se ha debilitado. La condición de posibilidad de este viaje hacia ninguna parte reposa, en primera instancia en el enamoramiento de Zelda que lo pone fuera de sí mismo al apropiarse de lo que ama por medio del dinero, en esa enajenación respecto de sí mismo que redobla el extrañamiento del mundo en el cual se había subido, luego del episodio de la universidad. A partir de reconocimiento literario y el casamiento con Zelda se desenvuelve una lógica inexorable, que concluye unos pocos años después de la decadencia como escritor exitoso con el derrumbe. La grieta es el golpe definitivo, la prueba irrefutable de que ha ido demasiado lejos. La sensación de Fitzgerald en ese momento trágico y deslumbrante repite la que ha sentido en los golpes anteriores, sólo que más fuerte. La imagen que lo asalta es la de hallarse, mientras el cielo se inunda de luz crepuscular, en un desierto con un rifle descargado entre las manos sin ningún blanco a la vista. La soledad de Fitzgerald que transmite esta metáfora, donde todos los límites del mundo han sido abolidos, apenas disimula el arma todavía humeante con la que ha llegado abriéndose paso hasta esa frontera y en el cual ya no queda nada que destruir.

El silencio del desierto

El patetismo de aquel que ha franqueado el último confín de lo real no engaña a Fitzgerald. Todavía en él sobrevive el escritor y precisamente es el aspecto que se reprocha en el silencio del desierto al que ha llegado, en el que sólo escucha la propia respiración: en “La Gran Huida” ha resignado el arte de la novela. Esta, cree, ha sido sometida por Hollywood o rebajada a vehículo de propaganda ideológica. Fitzgerald se siente impotente tanto para aceptar la vulgaridad que se adueña de la novela como para combatirla en su propio terreno. El silencio en ese desierto crepuscular, simboliza el mutismo de la literatura de Fitzgerald como respuesta ante la degradación de la novela y como complemento, además, de la disolución de su propio yo. El trabajo que consigue en 1937 como guionista a sueldo de la Metro Goldwyn Mayer obedece al pensamiento de otras personas (y con algunas de las cuales no tiene trato) y no al suyo, sencillamente porque no tiene ninguno. Sin yo, agrietado por dentro, único habitante de un palacio vacío, todo su deseo se limita a no desear nada, de pie sosteniendo un arma descargada y sin obstáculos que derribar. La noche se cierne poco a poco, mientras el escritor que aún es quiere hacer la historia de ese derrumbe.

Esta insistencia en la literatura, ritualizada en la habitación de un hotel barato, consuma el derrumbe de Fitzgerald. Desde el momento en que el problema del mal que lo asedia es concebido por él como una identificación con aquello que le provoca horror o piedad, hay pocos caminos a seguir. Esta identidad inmediata con lo que ama o le repugna bloquea la autonomía de Fitzgerald. La fusión con las imágenes o las cosas más maravillosas o más repelentes le impide todo funcionamiento de acuerdo a metas propias y esto se le presenta como un peligro extraordinario, una amenaza de desmoronamiento inminente. La idea de que “La Gran Huida” concierne a una fuga total se apodera de él. De ahora en más debe quitarse de encima toda su deshilachada personalidad, darle la espalda al rumbo del mundo, y fingir una mueca dura y cortés como un perro que muerde a los extraños y lame la mano de los que le arrojan un hueso.

Con esta renuncia a la máscara de humanidad que tenía puesta como un último nexo con el orden humano, Fitzgerald opta por una existencia casi animal: la de un escritor-perro, un exhombre que ha dejado tras de sí todo aquello que lo ligaba con sus semejantes.

“La Gran Huida” de la prisión del mundo se cumple como desasosiego e infelicidad, bajo un cielo sin esperanzas. Fitzgerald lo ha pretendido así al esforzarse por conservar en el desmoronamiento de sí mismo lo más preciado: el oficio de escritor. En sus últimos años de vida en Hollywood, durante una nueva abstinencia alcohólica, soporta la grieta interior durante un tiempo. En ese periodo escribe “El último magnate”, que deja inconclusa, pero alcanza a escribir los relatos magistrales de Pat Hobby –un guionista de cine borrachín y fracasado- publicados en Esquire entre 1939 y 1940. “La Gran Huida” de los límites del mundo arrincona a Fitzgerald, cuando la muerte se avecina, en lo único que quería realmente ser: un escritor.