Narciso y la autocrítica. Las consecuencias del fenómeno selfie

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Para analizar las formas de interacción social, y los medios de expresión de la identidad, el sociólogo canadiense Erving Goffman compara en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959) la vida social con la dramatización y el teatro, tomando los elementos que componen a este último. En la obra hay unos actores, que se ponen una máscara dependiendo de la imagen que quieren dar o el rol que representan. Los actores dan cierta información de manera controlada, y emanan otra de manera incontrolada, intentando que su representación resulte convincente. Y todo esto se da en un medio o escenario que puede o no ser manipulado para corresponder con la impresión que su audiencia obtiene, con la intención de controlar las impresiones que generan en su público (Goffman, 1981).

Si bien la obra de Goffman se concentra en las relaciones presenciales, es perfectamente aplicable al mundo virtual, y es lo que hace en el artículo “Goffman y las redes sociales” el periodista Javier Serrano-Puche (2012).

La banalización de la imagen

La fotografía inmortaliza instantes y detiene momentáneamente la fugacidad del tiempo. Requiere estar en el lugar y el momento adecuado, y hasta la llegada de las cámaras digitales exigía elegir con precisión el objeto, el momento exacto y los detalles técnicos, pues la cantidad de fotos era limitada.

Hoy la fotografía ha sufrido una profunda transformación en la que se ha reemplazado esa limitación por el almacenamiento invisible, y se ha integrado la cámara a dispositivos de uso extendido; hoy para hacer fotos basta un teléfono y mucha gente carga ya una cámara consigo todo el día. Podemos, pues, decir que la fotografía se ha democratizado.

Con la aparición de las redes sociales y su progresiva adaptación al tamaño bolsillo (ya se accede más a ellas a través de dispositivos portátiles como smartphones ytablets) la posibilidad de atestiguar con efecto inmediato la presencia en un lugar o acontecimiento y de hacerla validable por los demás se ha convertido en algo normal y cotidiano, susceptible de reflejar la popularidad en la red.

Sin embargo, a menudo la búsqueda de la aprobación social es lo que motiva la publicación de ciertas fotografías, y lo que lleva a presentar una imagen idealizada de su “yo”.

La sacralización de la apariencia

Lo que hace poco más de un siglo sólo se conseguía a través de los autorretratos ha hecho mucho más frecuente un proceso en el que el sujeto adquiere capacidad reflexiva para verse a sí mismo y para dar sentido a la realidad social que le rodea (Rizo García, 2006 en Serrano-Puche, 2012).

“La fotografía, en cuanto representación del cuerpo, sigue siendo una forma privilegiada de representación de la identidad”.

El selfie se ha popularizado con una gran rapidez, y como en los perfiles de las redes sociales, permite elegir de entre un repertorio de fotografías aquella en la que la propia imagen guste más, llegando a presentar versiones mejoradas de uno mismo. Se cuida un ángulo y una pose, resaltando lo que gusta y ocultando lo que no; se proyecta por un instante la imagen de quien se quiere ser.

Convierte por lo tanto al sujeto en un modelo idealizado de si mismo y mistificado por su círculo. Logra que le sean atribuidas cualidades específicas o excepcionales. El selfie inmortaliza un momento, y permite compartirlo, aunque lo haga jugando a seducir y provocar el deseo de una audiencia determinada.

La modernidad líquida, como define Bauman (2000) la actualidad por la velocidad e imprevisibilidad de los cambios, se caracteriza por generar un vacío en los sujetos, que carentes de una estructura sólida, deben construir su identidad en lo que autores posmodernos llaman los procesos de personalización. Y estos implican a su vez la disolución de unas fronteras claras entre lo público, lo privado y lo íntimo (Serrano-Puche, 2012), llevando a las personas a sentirse protagonistas ante la observación externa.

Cuenta la mitología grecorromana que Narciso murió ahogado tras caer al arroyo en el que miraba, absorto, su reflejo, y que en el lugar en que murió apareció la flor que lleva su nombre. Hoy, el uso del término “narcisismo” se ha extendido en los estudios sociales para referirse precisamente al fenómeno de la satisfacción de la identidad a través del consumismo hedonista, y al trabajo por la imagen pretendida y la percibida por los demás.

Pese a haber sido cuestionado en medios como el Washinton Post, en Estados Unidos los cirujanos plásticos han detectado un aumento del 25% en la demanda de operaciones estéticas en los últimos dos años, así como una reducción en la edad de las pacientes; en España el incremento se sitúa en un 18% y el fenómeno selfie es mencionado como reclamo en anuncios de cirugía.

De semejante aumento se puede inferir que más que a problemas físicos de nacimiento o como consecuencia de accidentes, se trata de un aumento en la percepción negativa de uno mismo, es decir, que hay un fortalecimiento de los complejos y un debilitamiento de la autoestima y la aceptación a partir de la imagen que se ofrece al mundo.

Lejos de morir en el culto al “yo”, improbable, la historia nos da lecciones que, aunque vengan en forma de metáfora deberían ser tomadas mínimamente en cuenta, como que no hace falta ahogarse para florecer.