Sigmund Freud, la cultura como control a las pulsiones erótico-tanáticas

Redacción Marc Pepiol Martí
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Hace 81 años moría el padre del psicoanálisis. Aquí un resumen de sus ideas sobre la sociedad y el hombre.

Si queremos entender la visión freudiana de la sociedad y la cultura humana tendremos que acudir a tres obras magistrales: “Tótem y tabú” (1913), “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921) y “El malestar en la cultura” (1930). De entrada, las tres obras inciden en aspectos muy diversos, pero puestas en un determinado orden proyectan una imagen muy completa y profunda de todo lo humano. Nos centraremos especialmente en el estudio de “El malestar en la cultura”, ya que se trata del diagnóstico más imponente de la cultura realizado por Freud y el que ha marcado más el pensamiento filosófico y sociológico contemporáneo. “El malestar en la cultura” postula inicialmente una idea difícil de cuestionar: los hombres deseamos ser felices, esto es, queremos ver realizado en la práctica nuestro ideal de felicidad. Así venimos programados por naturaleza: el “Id” o “Ello”, es decir, el estrato más profundo y original de nuestro yo, está gobernado por el principio del placer.

Sin embargo, nuestro entorno no nos pone la tarea nada fácil, más bien al contrario: sentimos infinidad de oposiciones a nuestro impulso innato hacia el placer y la felicidad. La naturaleza, como se suele decir, es cruel y no tiene compasión con nosotros, y las relaciones con los demás son, a menudo, fuente de frustración e insatisfacción. No solo son los agentes externos los que nos impiden realizar nuestro ideal de felicidad; también nuestra propia naturaleza nos pone obstáculos. Ante esto, ¿qué posibilidades tenemos, pues, para ser felices? ¿Cómo podríamos evitar el dolor?

Históricamente se han propuesto infinidad de recetas contra el dolor: se ha instado a la renuncia del deseo, que en último término se torna en dolor; a dedicarse a proyectos más elevados o espirituales, como el arte; a la huida de la realidad, que, como veremos, procura la religión, o, incluso, al consumo de drogas. Pero ni la renuncia, ni la “fuga mundi” a la que llevan las drogas o la religión, ni siquiera el amor más auténtico, consiguen liberarnos del dolor que es vivir. La felicidad parece ser un ideal imposible de realizar: nacemos aspirando a ser felices y luchamos desesperadamente para conseguirlo, aunque la realidad, siempre testaruda, se opone con firmeza a nuestros propósitos.

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Cabe aceptar, nos aclara Freud, que todos los utensilios e instrumentos técnicos que los hombres hemos logrado construir en el curso de nuestra evolución cultural nos han hecho la vida un poco más fácil. La ciencia y la técnica han contribuido a cierto dominio de la naturaleza, de tal manera que esta, incluso, ha servido a nuestros fines. Por lo tanto, el devenir histórico de la humanidad nos da una impresión en parte positiva, ascendente, de triunfo. Si somos sinceros, tendremos que reconocer que los progresos tecnocientíficos no logran dar un sentido completo a nuestra existencia. De hecho, bastaría con observar nuestra civilización hipertecnológica, en la cual la experiencia del dolor y de la frustración sigue estando a la orden del día.

Así pues, dado que las personas, en general, aún se sienten infelices, incluso a pesar de su creciente dominio técnico de las condiciones naturales, deberemos encontrar la causa del dolor en otra parte. Sorprendentemente, afirmará Freud, la hallaremos en nuestro entorno más inmediato, la cultura.

 La cultura, control de los instintos básicos

sigmund Freud, el malestar de la cultura

Mestas Ediciones

En un principio, define cultura como el conjunto de producciones e instituciones creadas por el hombre con el fin de conseguir una protección. De manera progresiva, buscará la belleza, la limpieza y el orden; empezará a especular y a cavilar nuevas ideas, algunas de carácter espiritual, ya sean filosóficas o científicas, y, finalmente, aspirará a una regulación jurídica de las relaciones humanas que deje atrás el dominio de la fuerza bruta y abre nuevos espacios para la seguridad de todos y la convivencia pacífica. He aquí todo lo que deberíamos considerar cultura, según Freud.

No obstante, esta regulación de las relaciones sociales, una de las características más significativas de la civilización, nos impone necesariamente la limitación de nuestros impulsos, ya sean eróticos o agresivos. La cultura nos exige el control, la constricción, de los instintos, hasta tal punto que, cuanta más civilización hay, menos libertad se tiene en ese sentido, aunque, eso sí, se cuenta con más seguridad y protección. Pero, como bien constata Freud, los hombres no somos, por suerte o por desgracia, hormigas, esto es, animales gregarios que enseguida se contenten con sacrificar su individualidad en favor de la colectividad. Los hombres siempre experimentaremos internamente una reacción en contra de aquello que nos impida realizar nuestros deseos más profundos y genuinos.

La presión que ejerce la cultura sobre todos nosotros es fuerte y constante, así que deberemos aprender a renunciar a parte de nuestros impulsos si queremos beneficiarnos de las seguridades que nos ofrece la vida en sociedad. También cabe la posibilidad de reconducir la energía de nuestras pulsiones erótico-tanáticas hacia actividades socialmente más aceptables —una realización desplazada de su finalidad netamente sexual que Freud bautizó con el término “sublimación”—; aunque todos estaremos de acuerdo en que degustar un producto sucedáneo nunca ha reportado el mismo placer ni la misma intensidad que el original. En cualquier caso, la cultura, al no velar por la satisfacción completa de nuestros impulsos libidinales más auténticos, nos conduce en último término a la frustración y a la infelicidad.

En un primer momento, indica Freud, los hombres sintieron la necesidad de agruparse en pequeñas comunidades para procurarse la supervivencia; cada uno de los individuos reconoció rápidamente en el otro a un colaborador necesario. Asimismo, la constitución de pequeños grupos familiares respondió a una necesidad instintiva de carácter netamente sexual y, al mismo tiempo, de protección: agrupándose, el macho, siempre según Freud, obtenía una satisfacción genital, y la hembra, la anhelada protección.

Hasta este punto, es difícil de concebir por qué estos orígenes, que en apariencia cubrían todas las necesidades de sus miembros, evolucionaron hasta dar lugar a esa forma de civilización represiva que hemos descrito. Freud se apresura a ofrecernos una explicación. De hecho, el placer derivado del amor de pareja, muy intenso y endogámico, ponía en riesgo la cohesión del grupo: ante la posibilidad del sexo, ¿quién pensaba en ir a trabajar? Era necesario, pues, introducir los resortes sociales necesarios para modificar esta dependencia endogámica de la pareja y para fortalecer los lazos con los otros miembros de la comunidad. Fue así como diversas prohibiciones, algunas muy severas, impusieron al hombre la transformación de sus impulsos primigenios: la casi indomable sexualidad genital, a fuerza de estas constricciones sociales, se fue metamorfoseando en amor, y se instó a que ese amor también fuese proyectado y difundido sin exclusividades a la comunidad, fortaleciendo de esta manera los tan convenientes lazos sociales.

En “Tótem y tabú” (un escrito publicado cerca de veinte años antes de la obra que nos ocupa) Freud ya había proyectado su mirada crítica sobre los inicios de la civilización, y lo hacía a través del análisis de algunas culturas primitivas de su presente, pues en ellas el pasado se hacía presente. En esa obra, Freud había analizado el rígido sistema de prohibiciones a las que estaban sometidas las culturas primitivas, y, sin excepción, había encontrado rastros de contiendas sexuales; de hecho, más bien intentos desesperados de mantener a raya las pulsiones eróticas y las tentaciones que son propias y prácticamente inextirpables de la naturaleza humana. Y descubrió que no solo se trataba de contener en los límites de lo aceptable las relaciones sexuales de la pareja amorosa, sino de algo todavía más profundo y turbador.

Freud constató que la prohibición más universal y rígida de estas culturas primitivas versaba sobre la posibilidad del incesto; y cabía inferir que si eran necesarias tantas prohibiciones era porque el incesto constituía, para ellos, una tentación constante. Este conjunto de normas y usos sociales, cada vez más severos y rígidos, pues debían luchar contra unos impulsos muy enraizados en la naturaleza humana, contribuyó a frustrar a una gran cantidad de individuos, deseosos de practicar formas de amor o de sexualidad diversas. Como también podemos leer en “El malestar en la cultura”, a la larga, solo un estereotipo de relación amorosa, y amoldada a la situación, devino culturalmente aceptable.

Sin embargo, ya desde sus mismos inicios, la cultura no solo se propuso modelar las pulsiones eróticas del hombre, sino también sus pulsiones agresivas. Freud nos recuerda en “El malestar en la cultura” la célebre sentencia de Plauto, después popularizada por el filósofo inglés Thomas Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”. El hombre, dejado a sus anchas, rápidamente se convertiría en un peligro para los otros hombres, dada su agresividad y egoísmo innatos. Por lo tanto, eran necesarios dispositivos culturales que impidieran que los instintos agresivos del hombre se desataran condenando de manera definitiva la unión del grupo.

La cultura, en su largo proceso de evolución, terminó por dar forma a la medida más sutil y eficaz de compresión de las pasiones eróticas y tanáticas del hombre. Ya que las medidas de control externo, con ganas y buen ingenio, podían ser burladas, era necesario establecer un dispositivo de control interno, una especie de dique de contención en el mismo sujeto y contra el mismo sujeto. El Superyó fue el encargado de actuar como juez implacable del Yo. Desde entonces, cualquier exceso en los límites establecidos genera un desasosegante sentimiento de culpa en todos nosotros. Las palabras de nuestro autor no podrían ser más elocuentes: “Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a este, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada”.

En ciertos momentos, Freud parece atisbar una sociedad futura sexualmente menos censuradora y formalmente menos represiva. Pero no hay muchos más motivos de esperanza: en cualquier caso, una sociedad con pocas constricciones camina abiertamente hacia la disgregación, de la misma manera que una sociedad con muchas constricciones consuma la frustración y el angustioso sentimiento de culpa de sus miembros.

 

El autor es Doctor en Filosofía. Autor de “Sigmund Freud. Un viaje a las profundidades del Yo” (Shackleton).