En Cochabamba, en lo alto de los Andes bolivianos, la gente hace fila todos los días fuera de las farmacias de la plaza central, ansiosa por comprar el escaso elixir que, esperan, alejará a la COVID-19: dióxido de cloro, un tipo de blanqueador que se usa para desinfectar piscinas y pisos.
Los expertos dicen que, en el mejor de los casos, beberlo no tiene sentido y, en el peor de ellos, es peligroso. Pero en Bolivia, donde varias personas han sido hospitalizadas después de ingerir dióxido de cloro, las autoridades regionales lo están probando en presos, el Senado nacional aprobó la semana pasada su uso y un importante legislador amenazó con expulsar a la Organización Mundial de la Salud por oponerse a su uso médico.
Julio César Baldivieso, un héroe local de fútbol y excapitán de la selección nacional, dijo a un canal de televisión que debido a que los hospitales de Cochabamba “no tienen reactivos, no tienen insumos, no tienen equipos de bioseguridad”, él y su familia habían recurrido al dióxido de cloro para tratar sus síntomas de coronavirus.
Los bolivianos tienen mucha compañía -incluido el presidente de Estados Unidos, Donald Trump- al recurrir a tratamientos no aprobados e incluso peligrosos para prevenir o tratar infecciones. En cada parte del mundo, la ciencia dura ha tenido que competir por la atención con teorías populares, rumores y creencias tradicionales durante esta pandemia, como en el pasado.
Pero el interés en medicamentos cuestionables ha sido especialmente elevado recientemente en América Latina, donde el virus causa estragos sin control y muchos líderes políticos de derecha e izquierda los promueven, ya sea por fe genuina o por el deseo de ofrecer esperanza y desviar la culpa.
En una región donde pocas personas pueden pagar una atención médica de calidad, los tratamientos alternativos son ampliamente promocionados en las redes sociales y explotados por los especuladores.
“Hay una desesperación de la gente frente a la COVID-19”, dijo Santiago Ron, un profesor de biología ecuatoriano, quien se ha enfrentado a los defensores de los supuestos tratamientos peligrosos, incluidos legisladores. “La gente está muy vulnerable a los discursos pseudocientíficos”.
El coronavirus ha infectado a más de tres millones de personas y ha matado a unas 160.000 en América Latina, según cifras oficiales, lo que convierte a la región en una de las más afectadas por la pandemia. Los expertos y los análisis estadísticos indican que las cifras de víctimas mortales son mucho mayores a las oficiales y están distorsionadas debido a la capacidad limitada de pruebas y recursos médicos y a la resistencia de algunos gobiernos a reconocer públicamente el alcance de la crisis.
La COVID-19 ha maltratado los ya frágiles sistemas de atención médica, y las medidas de confinamiento han devastado a las economías sin lograr controlar el virus.
Los científicos están probando un amplio espectro de tratamientos no comprobados, pero las probabilidades de que algunos de ellos sean útiles se consideran bajas, y se sabe que algunos son potencialmente dañinos. En muchos casos, no hay evidencia sólida de que funcionan contra el coronavirus.
Uno de los fármacos que despierta ese tipo de interés es la ivermectina, que se usa para tratar parásitos intestinales. Dos ministros brasileños anunciaron el lunes que habían dado positivo por el coronavirus, y uno de ellos dijo que se estaba tratando con ivermectina, entre otros medicamentos.
El gobierno de Perú compró ivermectina para combatir la pandemia, y semanas después dio marcha atrás, luego de que la OMS dijo que no debía usarse para tratar al coronavirus. Eso no impidió la explosión de un mercado ilegal de la versión veterinaria de la ivermectina, lo que obligó al gobierno peruano -y a la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (FDA, por su sigla en inglés)- a advertir a los ciudadanos contra el uso de medicinas para animales de granja.
Aún así, en el pequeño pueblo de Nauta, en la Amazonía peruana, el gobierno local y los grupos religiosos llegaron a dar ivermectina veterinaria a adultos y niños de hasta cuatro años, según los medios locales y un grupo de derechos humanos.
El presidente Trump ha comentado ideas infundadas como tratar el virus con luces potentes o inyecciones de desinfectante. En repetidas ocasiones ha promocionado la hidroxicloroquina, un medicamento contra la malaria, llamándola un “punto de inflexión” en la pandemia, a pesar de las investigaciones científicas en contra, y ha dicho que la tomó durante dos semanas.
Pero en Estados Unidos, la hidroxicloroquina no lleva el sello casi oficial que sí tiene en algunas partes de América Latina.
En Brasil, con el segundo lugar en número de casos y de fallecimientos de coronavirus en el mundo después de Estados Unidos, el presidente Jair Bolsonaro ha promovido sin tregua el medicamento, incluso después de que él mismo desarrolló la COVID-19, después de haberlo estado tomando durante meses. Él ha ordenado a los militares que la produzcan en masa, y después de su diagnóstico, agitó un paquete frente a un grupo de entusiastas seguidores.
Los gobiernos en El Salvador, Perú y Paraguay compraron hidroxicloroquina para tratar el coronavirus.
Los estudios han encontrado que el medicamento no disminuyó la posibilidad de infección, redujo la gravedad de la COVID-29 o aceleró la recuperación. Pero es potencialmente peligroso, particularmente para personas con ritmos cardíacos anormales.
En Venezuela, el gobierno del presidente Nicolás Maduro, que tiene problemas incluso para dotar de agua potable y jabón a sus hospitales en ruinas, se ha jactado de haber obtenido de su aliada Cuba decenas de miles de dosis de un medicamento, interferón alfa-2b, utilizado contra algunos virus y tipos cáncer, para combatir la pandemia. Las clínicas del Estado ahora requieren que los pacientes con síntomas del coronavirus tomen el fármaco.
Pero no hay evidencia concluyente de que este medicamento en particular, uno de los muchos que constituyen esta clase de interferón, funciona contra el coronavirus, y en Estados Unidos los Institutos Nacionales de Salud no recomiendan actualmente su uso en pacientes con la COVID-19.
Siguiendo el ejemplo de Bolivia, la Asamblea de Ecuador recientemente debatió si debía permitir el dióxido de cloro como tratamiento contra el coronavirus y 10 obispos católicos han hecho un llamado para que se utilice.
El químico se ha publicitado desde hace mucho tiempo sin aprobación oficial, también en Estados Unidos, como cura para padecimientos como el sida y el autismo. La FDA repetidamente ha dicho que no tiene valor médico y que puede tener efectos potencialmente mortales, entre ellos “vómitos severos, diarrea severa, presión arterial baja potencialmente mortal causada por deshidratación e insuficiencia hepática aguda”.
Al menos 10 bolivianos han sido hospitalizados con envenenamiento por dióxido de cloro en semanas recientes, de acuerdo con el Ministerio de Salud.
Pero el miércoles, Efraín Chambi, el líder de la mayoría en el Senado de Bolivia, dijo que su partido pediría que la OMS abandone el país si siguen recomendando a la gente que no tome dióxido de cloro.
“No hacen ningún favor al pueblo boliviano”, dijo. “Creemos que están del lado de grandes transnacionales”.
Después de contener con éxito la enfermedad durante meses, Bolivia, uno de los países más pobres de América Latina, sucumbió a un agresivo brote este mes que ha abrumado a los hospitales. Esta semana, la policía recolectó cientos de cuerpos de presuntas víctimas de la COVID-19 de las calles y hogares en las ciudades de Santa Cruz y La Paz, y, el jueves, el gobierno pospuso las elecciones nacionales de septiembre a octubre, aludiendo preocupaciones de seguridad.
El virus se extendió rápidamente hasta los niveles más altos del poder, infectó a la presidenta interina, Jeanine Añez, y a la mitad de su gabinete, lo que alimentó una sensación de desamparo. Los políticos y las figuras públicas populares comenzaron a promover el dióxido de cloro como un tratamiento alternativo.
El Senado, controlado por la oposición, aprobó la semana pasada un proyecto de ley que permitiría a los gobiernos locales suministrar la solución de forma gratuita para uso médico, a pesar de las protestas del Ministerio de Salud. Añez ha guardado silencio sobre la controversia, mientras su candidatura electoral pierde apoyo.
En Cochabamba, en el centro del país, donde una botella de 3,78 litros de dióxido de cloro se vende por ocho dólares -cuando se puede encontrar- los residentes bloquearon el camino a la planta municipal de tratamiento de residuos hasta que las autoridades locales prometieron proporcionarlo de forma gratuita.
Baldivieso, de 48 años, el futbolista, dijo que él y toda su familia comenzaron a beber el químico después de experimentar por primera vez los síntomas del coronavirus. Dijo que había tenido que esperar 15 días para obtener un resultado de la prueba, que resultó positivo.
“¿Qué podía haber pasado si nosotros no tomábamos ningún tipo de precauciones?”, dijo.
En la capital boliviana, Sucre, funcionarios de salud local empezaron la semana pasada a probar el dióxido de cloro en 200 guardias y presos, algunos de los cuales presentan síntomas de coronavirus. El funcionario al mando de la prisión, Ludwin Miranda, dijo que todos los participantes habían firmado formularios de consentimiento.
En San José de Chiquitos, un pueblo al este de Bolivia de 30.000 habitantes, el alcalde distribuyó dióxido de cloro a los centros médicos locales para que trataran el virus.
“Ha resultado perfectamente la aplicación de dióxido de cloro en la recuperación de pacientes críticos”, dijo el alcalde Germaín Caballero, a una estación local de televisión la semana pasada. “Hemos logrado un nivel de control y de freno al avance de la pandemia”.
Los expertos médicos dicen que el dióxido de cloro es, en el mejor de los casos, un placebo, y, como con cualquier placebo, las personas podrían atribuirle su recuperación.
Quienes defienden el uso del dióxido de cloro “crean una falsa seguridad”, dijo en una entrevista Virgilio Prieto, director de epidemiología del Ministerio de Salud de Bolivia. “Al promover su uso indiscriminado e irresponsable están poniendo en riesgo a la población”.
María Silvia Trigo reportó desde Tarija, Bolivia; Anatoly Kurmanaev, desde Caracas, Venezuela, y José María León Cabrera, desde Quito, Ecuador. Mitra Taj colaboró con reportería en Lima, Perú; Isayen Herrera en Caracas, Venezuela; Manuela Andreoni en Nova Friburgo, Brasil; Norman Chinchilla en Cochabamba, Bolivia, y Jenny Carolina González en Bogotá, Colombia.