La deslocalización está mal vista. Proliferan las ‘economías patrióticas’

Joaquín Estefanía | El País
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Foto: Istock/Gearstd

Para muchos gobiernos, hoy es más importante la seguridad económica que la eficacia.

El acontecimiento es bastante conocido: en el otoño del año 2008, cuando parecía que todo era posible en la economía mundial, la reina Isabel II acudió a la London School of Economics y preguntó a sus académicos por qué había llegado la crisis y por qué nadie la había advertido. Preguntas tan ingenuas revelaban un doble fracaso, el del sistema económico (el capitalismo) y el de los economistas que no entendieron qué estaba sucediendo. Ahora volvemos a vivir tiempos de incertidumbre, en los que se mezclan un crecimiento anémico con altas dosis de inflación y montañas de deuda pública, aparcadas por ahí. ¿Sucederá lo mismo?

Los ejes del trilema de Dani Rodrik se están moviendo. Este economista norteamericano de origen turco, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales y premio Albert Hirschman, mostró hace más de una década que las sociedades no pueden sostener al mismo tiempo altos niveles de globalización, soberanía nacional y democracia. Solo existía la posibilidad de ofrecer a la ciudadanía dos de tres de esos ejes y la mayor parte de los países había escogido la globalización y la democracia a costa de reducir la soberanía nacional. Al elevar los niveles de dos cualesquiera de los tres ejes, el tercero tiende a resentirse y verse afectado negativamente.

Esto es lo que está variando. Desde la pandemia y, sobre todo, desde el confinamiento como principal consecuencia —más allá de la espantosa mortandad—, la globalización está perdiendo legitimidad política y aumentan las llamadas a Estados nacionales más protegidos. No es que la globalización haya desaparecido, es que existe una lenta tendencia a equilibrarla. Cuenta en ello que desde la Gran Recesión de 2008 la economía mundial vive una sucesión de picos de sierra; esta disfuncionalidad no parece transitoria sino estructural. Desde entonces, las políticas públicas tienden a ser entendidas de manera diferente: no como “intervenciones” en la economía, como si los mercados existieran independientemente de las instituciones públicas y de las condiciones sociales y ambientales en las que se insertan. La tarea de las políticas públicas no sería solo “corregir” las fallas de unos mercados que de otro modo serían libres, sino que se trata más bien de ayudar a crear los mercados y darles forma para lograr la producción y la distribución justa del valor económico (Mariana Mazzucato en Otro capitalismo tiene que ser posible, Siglo XXI).

El semanario The Economist, con esa capacidad para crear realidades mediáticas, ha escrito acerca de las homeland economics (algo así como “economías patrióticas”) para definir lo que está sucediendo: la vuelta a la vieja economía industrial con el objeto de superar las deficiencias detectadas: inseguridad económica por falta de determinados productos estratégicos, fallos en la cadena de suministros con un transporte encarecido por la inflación (cuyo origen está en la energía, motivada por la geopolítica: las guerras de Ucrania y de los israelíes y palestinos), repliegues nacionales relacionados con la búsqueda de la seguridad antes que con la eficacia…, y también gobiernos más atentos para proteger a sus empresas estratégicas, compitiendo sin complejos entre sí por la naturaleza y la cantidad de ayudas públicas, etcétera. A eso antes se lo llamaba proteccionismo. Incluso se ha vuelto a la categoría empresarial de los “campeones nacionales”. Se han acabado las facilidades para la deslocalización de las últimas décadas hacia países con sueldos más bajos y condiciones laborales más deficientes, cuyo resultado ha sido la exportación de industrias muy importantes y la creación de empleo solo en el exterior. Ahora la deslocalización está mal vista por el mainstream económico.

Esta globalización a cámara lenta tiene al menos dos características más. La primera ya se ha señalado: hay un reemplazo del libre comercio y los flujos de capital en las preferencias de los gobiernos por la seguridad de un Estado más protector. La segunda es la más inquietante: el “matrimonio forzoso” entre capitalismo y democracia se pone frecuentemente en peligro, en detrimento de la segunda. Quizá haya otra próxima alteración en el trilema de Rodrik, esta vez poco deseada.