En defensa de la vacuna obligatoria

Por David Jiménez /The New York Times
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Desde sorteos de un millón de dólares en Estados Unidos a vacaciones gratuitas en Hong Kong, los países golpeados por la COVID-19 lo han intentado todo para convencer a sus ciudadanos más resistentes a vacunarse. La paciencia de los gobiernos es loable, pero el avance de variantes cada vez más contagiosas y el riesgo de perder la carrera contrarreloj contra el virus exigen un cambio de estrategia.

La persuasión debe dar paso a la obligación.

Las consideraciones éticas y convicciones personales no pueden estar por encima de la razón científica en situaciones de emergencia sanitaria. La abrumadora evidencia sobre la seguridad y efectividad de las vacunas, de las que se han puesto alrededor de 3000 millones de dosis en todo el mundo, confirma que hemos encontrado la manera de atajar la pandemia. Quienes se resisten a obtener esa protección podrían alegar un ejercicio de libertad personal si las consecuencias fueran también individuales. No es el caso: un número insuficiente de vacunados prolongará la crisis y provocará muertes que podemos evitar.

La variante Delta, detectada originariamente en la India, se ha propagado por un centenar de países, está devastando poblaciones sin suficiente acceso a programas de inmunización y ralentizando los avances en lugares donde hay vacunas de sobra, pero faltan voluntarios para recibirlas. “La velocidad a la que está aumentando [la variante Delta] es mayor en aquellas áreas donde las tasas de vacunación son más bajas”, asegura Jeremy Luban, virólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts.

El objetivo de un 70 por ciento de la población vacunada para lograr la inmunidad de grupo y contener la pandemia podría no ser ya suficiente, según algunos expertos. Urge que los Estados tomen acciones.

La postura contraria a la vacunación es emocional y oportunista: fácilmente defendible en países con sistemas de salud que te ofrecen una segunda oportunidad cuando tu imprudencia te lleva al hospital. “El debate sobre las vacunas es de sociedades acomodadas que no han visto morir a niños de sarampión”, ha recordado en alguna ocasión José Antonio Bastos, expresidente de Médicos Sin Fronteras en España.

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La vacunación obligatoria conlleva dilemas legales y éticos, pero no es ninguna novedad. Los países europeos la introdujeron en el siglo XIX para frenar brotes incontrolables de viruela. Desde entonces, los programas de inoculación han sido llevados a cabo con diferentes grados de imposición y especial determinación en la infancia. El sistema francés de prevención incluye en su programa hasta once vacunas obligatorias, incluidas las de poliomielitis, difteria, tétanos o rubéola. Otros, como España, no estipulan un mandato específico en sus leyes, pero han recurrido a él cuando ha sido necesario.

El caso en favor de la vacunación universal, gratuita y obligatoria reside en las mismas reglas de convivencia que nos hacen establecer límites a la arbitrariedad de otros comportamientos por el bien común. Fijamos un límite de velocidad a los conductores porque en caso de accidente no solo ponen en peligro sus vidas, sino las de los demás. De la misma forma, nuestra tolerancia hacia quienes por creencias, desinformación o insolidaridad se niegan a protegerse —y proteger a quienes los rodean— está injustificada.

Ese principio de solidaridad forzosa fue ratificado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en abril al dictaminar que la vacunación obligatoria no viola los derechos humanos y es “necesaria en una sociedad democrática”. Aunque cada país tiene regulaciones diferentes, el empuje de las nuevas variantes ha llevado a ciudades como Moscú o San Francisco a imponer la inoculación en sectores de su población que presentan riesgos mayores. La medida debería ser extendida con mandatos nacionales y las excepciones médicas necesarias.

Los jueces españoles también han sentado precedentes en favor de vacunaciones obligatorias frente a la oposición de padres cuyas reticencias no estaban “avaladas por datos científicos” o ancianos incapacitados para tomar la decisión. Empresas, restaurantes, cines, organizadores de eventos multitudinarios, líneas aéreas u hoteles pueden contribuir a la inmunización general exigiendo pruebas de inoculación a quienes quieran usar sus servicios. La idea de que esa condición es discriminatoria resulta insostenible. ¿No tiene derecho un restaurante o una sala de teatro a impedir el acceso a quienes ponen en riesgo a los demás?

La Unión Europea ha dado un primer paso en la dirección adecuada al crear Certificados COVID digitales que informan si una persona ha pasado la enfermedad, ha dado negativo en una prueba PCR o está inmunizada. Los ciudadanos europeos pueden descargarse una aplicación que facilita su movimiento entre los Estados miembro si cumplen los requisitos de seguridad. La medida ha enfurecido a los movimientos antivacunas, que iniciaron una campaña de acoso contra los eurodiputados que votaron a favor y los acusaron de utilizar a la población como cobayas humanas.

La realidad es que todas las vacunas han sido aprobadas por las agencias de medicamentos de los países más avanzados del mundo tras cumplir con estrictos ensayos clínicos. Las que están basadas en el ARN mensajero (Pfizer y Moderna) parten de una tecnología que llevaba más de una década siendo investigada y ofrecen protección durante años, según un estudio de la Universidad de Washington en St. Louis. Incluso para quienes prefieren ignorar la ciencia, la evidencia resulta demasiado contundente para detenernos en sus reparos: la mortalidad en las residencias de ancianos españolas ha descendido un 97 por ciento desde la introducción de las vacunas.

Es improbable que los datos, por contrastados que sean, convenzan a los antivacunas de que los riesgos de contraer la COVID-19 son mucho mayores que los posibles efectos secundarios de la vacunación. Aunque los reticentes son una minoría en España —un 13 por ciento de la población—, suponen un obstáculo para alcanzar la inmunidad colectiva necesaria para recuperar la normalidad. En otros países, como Estados Unidos, Francia o Australia, su número representa un riesgo aún mayor. Las preferencias de todos ellos deben ser supeditadas al interés general.

Si algo nos ha enseñado la pandemia durante el último año y medio, en el que casi cuatro millones de personas han fallecido en todo el mundo, es que derrotarla no será posible solo con esfuerzos individuales. La ciencia ha hecho su parte y es el turno de los ciudadanos de cumplir con la suya.

La vacunación es una obligación moral hacia los demás que debería lograrse con la persuasión, la información y la evidencia. Cuando todo falla, los gobiernos tienen derecho a imponerla para salvaguardar la salud del conjunto de la sociedad.

 

 

David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor y periodista de España. Su libro más reciente es El director.
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