Retrato sutil del acorralado

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Foto: El País

 

Existen pavorosos datos de que en múltiples países, subdesarrollados o no (el imperio del temible zar Putin no pertenece al tercer mundo), nacer o crecer con la legítima opción de desear y enamorarse de la gente de tu propio sexo, supone que te humillen, marginen, acorralen, enchorinen, lapiden, castren, exorcizen o arranquen la cabeza. Porque según los heterosexuales más bestias, o las leyes de los dioses, o la moral que conviene a los paridos como dios y la naturaleza mandan, la homosexualidad, además de una aberración es un imperdonable delito.

Si nacer o desarrollarse en posesión de esa condición sexual en gran parte de la tierra puede suponer un problema, imagino que en determinados ambientes marca a perpetuidad. Por ejemplo, en los guetos de la droga habitados por negros, donde el machismo más feroz debe de ser la norma, una religión implacable. David Simon, en aquella joya clásica titulada The Wire imaginó que uno de los principales personajes de la serie, el atracador de las esquinas que le daba el palo y le robaba la droga a los grandes traficantes de Baltimore, el chulazo y gángster épico que en compañía de su feroz escopeta y de sus novios sembraba el terror entre los criminales más poderosos, fuera un negro gay llamado Omar. No sabíamos nada de su infancia ni de su adolescencia. Solo de su violento y compulsivo presente y de su previsible ausencia de futuro. Este tío tan viril, urbano, valiente, justo, cínico, desafiante, legal y trágico era uno de mis héroes en The Wire.

El director Barry Jenkins indaga en Moonlight en un universo poco explorado. El de un crío hermético, atormentado y asustado que en vez de expresarse con la boca lo hace con la mirada, con una actitud hudiza y concentrada en sí mismo que alguien podría confundir con el autismo. Su entorno familiar y ambiental está marcado por el crack. Y ese niño secreto e hipersensible es homosexual en un mundo cuyas señas de identidad se potencian con la arrogancia machista. Su protector será el dealer que controla toda la droga de la zona. Junto a su mujer, le ofrecerán comprensión y refugio, sin ostentación, sin gestos exhibicionistas. Le intuyen, respetan y quieren.
Hay varias elipsis en esta delicada e insólita película. El director nos presenta a su protagonista en la infancia, la adolescencia y la juventud. Deja espacio a la imaginación del espectador. El retrato que hace del personaje en tres épocas de su existencia es tan sutil como profundo. Sufriente en la vulnerabilidad de la niñez, defendiéndose a bocados contra el abuso pero también descubriendo el amor y la ternura en la incertidumbre que acompaña a la adolescencia, disfrazado de hombre duro y aparentemente triunfador (el mercado de la droga ofrece estatus) a los veintitantos años, pero con el recuerdo intacto de su primera entrega íntima.

Nada resulta previsible ni está forzado en esta hermosa película. Los sentimientos reciben un trato exquisito en su descripción. No hay juicios morales, no busca con recursos efectistas la lágrima del espectador ante la desdicha de alguien que lo ha tenido muy crudo en su existencia desde que era pequeño. La densa carga emocional está plasmada con sobriedad. Prefiere el valor de los pequeños gestos, las miradas, los silencios, los diálogos justos. También existe lirismo en ella, pero muy púdico, casi subterráneo. Y tres actores muy bien dirigidos dando vida, introspección, matices y sentimiento al mismo personaje. Ignoro si llegará a viejo. Yo le deseo que alguna vez se ponga de acuerdo con la vida, o que esta le ofrezca tregua.